Cartas + 2006 Octubre 29 a Miguel
Querido Miguel:
Me acabo de enterar que tu presencia nos ha dejado y lo único que me viene a la cabeza es una pregunta con miles de respuestas y a la vez sin ninguna ¿por qué?
Tú me has dejado entrar durante un mes y medio en tu vida, en tu historia y entraste a formar parte de la mía. Cada mañana con tu saludo y tu sonrisa medio dormida, lograbas arrancarme a mí una cuando me decías “seño Mari, ¿a que no adivina? Hoy no tengo sueño” y luego te veía dormido en algún rincón, en las posturas más difíciles, en la clase o, apoyándote en mi hombro, o en mi rodilla, pero siempre despertando con una sonrisa dibujada en los labios.
Entre palmada y meneo que te daba para mantenerte despierto, me contabas esa realidad tan dura en la que vivías, si ese día habías solventeado mucho (casi siempre, a las cinco de la mañana), el efecto que te producía, las cosas que echabas de menos, lo que te impulsó a vivir en la calle, etc. Pero siempre manifestabas una ilusión: salir para delante, y veías como medio el crear la casa de los muchachos.
Entre sueñecito y sueñecito, creabas tus sueños reales, tus ilusiones, tus esperanzas, siempre pensando que hay un futuro mejor, y una segunda oportunidad para aquellos que ni si quiera tuvieron una primera.
Tú ibas escuchando de manera silenciosa y callada, entre bostezo y bostezo, todo lo que ocurría en la casa, e invitabas, mediante pequeños gestos, a que se sentaran a tu lado y compartir tu historia, tu vida, tus opiniones.
Te describías como una persona pacífica y preocupado por los demás, un poco perezoso, callado y amigable. Y lo cierto es, que, hasta dormido en uno de tus rincones, buscabas la compañía del resto y que nunca estuvieras solo.
Aún recuerdo nuestra última conversación el día antes de mi regreso. Nada más que llegué a la casa, preguntaste por qué ese día habíamos ido tan tarde y dónde estaban mis compañeros. Y después de preguntar si era cierto que al día siguiente partíamos, me miraste y me preguntaste que por qué tenía la mirada triste ese día, yo te dije que porque os iba a echar de menos. Luego, antes de irme, te prometí, a ti y a todos, que volvería por Guatemala.
Al principio de esta carta, te iba a poner que por fin descansas en paz, pero sé que no es así, porque allá donde estés, seguirás velando por el resto de patojos y patojas, seguirás deseando que se cree la casa de los muchachos, estarás más despierto que nunca vigilando que nosotros, a los que nos dejaste tu historia como legado, luchemos junto a vosotros, seamos vuestras voces y vuestras gargantas cuando os quitan la voz, los oídos cuando no os quieren escuchar y vuestras manos, cuando os imposibilitan utilizar las vuestras para luchar por vuestros derechos, incluso cuando os roban, como a ti, el que tienen todas las personas desde que es engendrada: la vida.
Ahora, estarás velando porque tu muerte no haya sido una más sin sentido, porque sepamos denunciar las injusticias, porque tu soledad final valga para que otros muchos encuentren compañía.
El único solvente que te va a valer ahora es ver que todo ello se va cumpliendo, que deja de haber muertes injustas, que se logra un trato digno, que por encima de la ley de la calle, reina la ley de la vida.
Ahora, desde las estrellas, ese único techo que fue muchas veces tu abrigo, tendrás una vigilia permanente por el resto de tus hermanos y hermanas de calle esperando que no se repita una vez más la historia que te ha tocado vivir.
Yo, cuando vuelva por MOJOCA, te echaré de menos, y mientras, mantendré tu recuerdo vivo siguiendo con tu lucha e intentando hacer que tu deseo se haga realidad, esperando que desde arriba guíes mis pasos, y que me ayude a formar conciencias que impidan una nueva muerte injusta, otra desaparición de un inocente.
Desde aquí te mando un beso muy gordo Miguel y los más dulces sueños de tu seño Mari.
María Arrieta Mielgo